Cita bíblica:
«Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas.» – Josué 1:9
Reflexión:
En nuestra jornada de fe, a menudo nos encontramos en una aparente encrucijada entre confiar plenamente en Dios y esforzarnos diligentemente por alcanzar sus promesas. Sin embargo, esta dicotomía es más ilusoria que real. En efecto, la Biblia nos muestra constantemente que existe una colaboración divino-humana en la consecución de los propósitos eternos. Por un lado, las promesas de Dios son seguras e inquebrantables; por otro lado, requieren nuestra participación activa y compromiso. Por consiguiente, nuestra fe no debe llevarnos a una pasividad espiritual, sino a una acción motivada por la confianza en Aquel que prometió. La verdadera fe, por tanto, no elimina nuestro esfuerzo; más bien, lo dirige y lo energiza con un propósito divino.
La historia de Josué y la conquista de la Tierra Prometida ilustra magistralmente esta verdad. Dios había prometido claramente a Israel que les daría la tierra que fluía leche y miel, un compromiso divino inquebrantable. No obstante, esta promesa no se materializó automáticamente sin el esfuerzo humano. Observemos el mandato que Dios dio a Josué: «Esfuérzate y sé valiente». Después, los israelitas tuvieron que marchar, luchar batallas, enfrentar gigantes y conquistar ciudades fortificadas. Cuando llegaron al Jordán, las aguas no se apartaron hasta que los sacerdotes pusieron sus pies en el borde del río, demostrando fe en acción. En Jericó, tuvieron que marchar alrededor de la ciudad durante siete días, siguiendo precisamente las instrucciones divinas, antes de que los muros cayeran. Cada victoria prometida requirió esfuerzo, obediencia y perseverancia. Incluso cuando Dios peleaba por ellos, los israelitas debían presentarse en el campo de batalla. Esta dinámica enseña una profunda verdad espiritual: Dios obra milagros, pero casi siempre dentro del contexto de nuestro esfuerzo fiel.
Reflexionemos profundamente sobre nuestra actitud hacia las promesas divinas. ¿Cuántas bendiciones potenciales permanecen sin reclamar porque esperamos pasivamente su materialización? Debemos esforzarnos y luchar para ver la victoria manifestada en nuestras vidas. Si nos quedamos inmóviles, esperando que las promesas caigan del cielo sin ninguna participación nuestra, podríamos esperar indefinidamente. Dios nos ha dado tanto la promesa como la responsabilidad de colaborar con Él en su cumplimiento. Somos co-laboradores con Cristo, no espectadores pasivos de su obra. Esto significa que debemos trabajar diligentemente con nuestras capacidades humanas mientras confiamos en que el Señor se encargará de lo que está más allá de nuestras fuerzas. Como decía San Agustín: «Ora como si todo dependiera de Dios; trabaja como si todo dependiera de ti».
Esta colaboración entre la promesa divina y el esfuerzo humano mantiene un equilibrio espiritual vital. Por un lado, evita el legalismo donde creemos que todo depende de nuestro desempeño; por otro, previene la indolencia espiritual donde esperamos que Dios haga todo sin nuestra participación. Santiago lo expresa claramente: «La fe sin obras está muerta» (Santiago 2:26). Nuestro esfuerzo no gana la promesa de Dios —esta es siempre un regalo de su gracia— pero sí nos posiciona para recibirla. Es como el agricultor que trabaja diligentemente preparando la tierra, sembrando y regando, mientras confía en que solo Dios puede dar el crecimiento. Las promesas de Dios son como semillas que requieren el terreno de nuestro esfuerzo fiel para florecer plenamente. Al final, cuando la promesa se cumple, reconocemos que fue su poder obrando a través de nuestra disponibilidad lo que produjo el fruto.
Oremos juntos:
Padre Celestial, te agradezco por tus promesas que son fieles y verdaderas. Reconozco que en mi caminar cristiano a veces he esperado pasivamente que tus promesas se cumplan sin poner de mi parte el esfuerzo necesario. Otras veces, he confiado excesivamente en mis propias fuerzas, olvidando que sin Ti nada puedo hacer. Hoy, Señor, te pido sabiduría para encontrar ese equilibrio perfecto entre confiar plenamente en Ti y esforzarme diligentemente en el camino que has trazado para mí. Dame la valentía de Josué para avanzar hacia las promesas que me has dado, y la humildad para reconocer que cada victoria viene de Ti. Ayúdame a trabajar fielmente en aquello que has puesto en mis manos, mientras descanso en la certeza de que Tú completarás la obra que has comenzado en mí. En el nombre poderoso de Jesús, quien es el autor y consumador de mi fe, amén.