Cita bíblica:
«Esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.» – Juan 3:19
Reflexión:
Vivimos en un mundo donde la manifestación de la maldad parece intensificarse cada día. En primer lugar, los noticieros nos bombardean constantemente con relatos de violencia, corrupción, injusticia y crueldad que pueden abrumarnos y desalentarnos profundamente. De hecho, muchos creyentes se preguntan cómo un Dios amoroso permite tanto sufrimiento y perversidad en el mundo que Él creó.
Sin embargo, para comprender la realidad de la maldad desde una perspectiva bíblica, debemos regresar al origen del problema. Por consiguiente, es fundamental reconocer que Dios creó un mundo perfecto, pero el don del libre albedrío abrió la puerta a la posibilidad de rechazar Su bondad y amor. Por lo tanto, la maldad no es una creación de Dios, sino la consecuencia de la rebelión humana contra Su diseño perfecto y Sus caminos justos. No obstante, aun en medio de esta oscuridad, la esperanza cristiana nos asegura que la maldad no tendrá la última palabra.
La Biblia nos presenta numerosos ejemplos de cómo la maldad opera y sus consecuencias devastadoras. Uno de los casos más ilustrativos lo encontramos en la vida del rey David. Aunque era un hombre «conforme al corazón de Dios», David permitió que la maldad se apoderara de su corazón cuando cedió a la tentación al contemplar a Betsabé bañándose. Lo que comenzó como un pensamiento indebido se transformó en adulterio, y luego en un elaborado plan para asesinar a Urías, el esposo de Betsabé (2 Samuel 11). Este relato muestra cómo la maldad suele desarrollarse progresivamente: comienza en el pensamiento, se manifiesta en acciones y eventualmente se convierte en un patrón destructivo que afecta a muchos. Las consecuencias de los actos de David fueron devastadoras y de largo alcance, afectando no solo su propia vida sino también a su familia y al reino entero. A través del profeta Natán, Dios confrontó a David, quien finalmente reconoció su pecado y se arrepintió sinceramente (Salmo 51). Esta historia nos enseña que la maldad puede arraigar incluso en los corazones de quienes aman a Dios, pero también que el arrepentimiento genuino abre la puerta a la restauración divina.
Cuando contemplamos la magnitud de la maldad en nuestro mundo, debemos comprender que no estamos simplemente frente a problemas sociales, económicos o políticos que pueden resolverse exclusivamente mediante reformas humanas. Estamos presenciando la manifestación de una realidad espiritual profunda: la ausencia de Dios en los corazones humanos. Así como la oscuridad no es una entidad en sí misma, sino la ausencia de luz, la maldad puede entenderse como la ausencia del gobierno de Dios en las vidas y sociedades. Cuando las personas rechazan los valores, principios y el amor de Dios, crean un vacío que inevitablemente se llena con egoísmo, codicia, odio y todas las manifestaciones de la maldad que observamos. Este entendimiento nos ayuda a reconocer que la verdadera transformación del mundo no vendrá primordialmente a través de esfuerzos externos, sino a través de corazones transformados por el encuentro personal con Dios.
¿Qué podemos aprender entonces sobre la maldad y nuestra respuesta como seguidores de Cristo? Primero, debemos reconocer que la batalla contra la maldad no es principalmente contra «carne y sangre» sino contra principados y poderes espirituales (Efesios 6:12). Esto requiere que nuestra principal arma sea la oración y nuestra estrategia clave sea manifestar la presencia y el carácter de Dios en cada esfera de influencia. Segundo, estamos llamados a ser luz en medio de las tinieblas, no simplemente a lamentarnos por la oscuridad o a aislarnos de ella. Como dijo Jesús: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mateo 5:14). Tercero, debemos mantener una tensión saludable entre la indignación justa contra el mal y la compasión hacia quienes están atrapados en él, recordando que «todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23). Por último, nuestra esperanza no descansa en la capacidad humana para erradicar la maldad, sino en la promesa de que un día Cristo regresará para establecer completamente Su Reino de justicia y paz.
Oremos juntos:
Padre Celestial, al contemplar la maldad que prevalece en nuestro mundo, acudimos a Ti con corazones afligidos pero no desesperados. Reconocemos que el dolor, la injusticia y el sufrimiento que vemos no son Tu voluntad original para Tu creación. Te pedimos perdón por las formas en que cada uno de nosotros ha contribuido a la oscuridad de este mundo a través de nuestros propios actos de egoísmo, indiferencia o participación directa en el mal. Danos discernimiento para reconocer la maldad, incluso cuando se disfraza de luz, y valor para enfrentarla con la verdad y el amor de Cristo. Llena los espacios vacíos de nuestra sociedad con Tu presencia, comenzando con nuestros propios corazones. Ayúdanos a ser portadores auténticos de Tu luz, no simplemente denunciando la oscuridad, sino iluminándola con actos de justicia, misericordia y amor sacrificial. Fortalece a quienes sufren a causa de la maldad y consuela a los que lloran. Recordamos Tu promesa de hacer nuevas todas las cosas y esperamos el día en que enjugarás toda lágrima. Mientras tanto, úsanos como instrumentos de Tu paz y restauración. En el nombre de Jesús, quien venció al mundo, oramos. Amén.