Cita bíblica:
«y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios.» – Efesios 3:19
Reflexión:
Intentar explicar el amor de Dios con palabras es como tratar de describir un amanecer a alguien que nunca ha visto la luz. Podemos utilizar las metáforas más bellas, los términos más elocuentes y las explicaciones más profundas, pero al final, estas descripciones son apenas sombras de la realidad. En efecto, el verdadero conocimiento del amor divino no viene primordialmente a través del intelecto, sino a través de la experiencia personal. Santiago nos recuerda que no basta con ser «oidores» de la Palabra; debemos ser «hacedores» que perseveran en ella. Por consiguiente, el amor de Dios no es un concepto abstracto para ser estudiado, sino una realidad viva para ser experimentada, una ley perfecta de libertad que transforma cuando nos sumergimos en ella.
No hay ejemplo más poderoso de que el amor debe experimentarse que la vida de Jesucristo mismo. Él podría haber enviado un libro de teología perfecta desde el cielo, o haber dictado el tratado definitivo sobre el amor divino. Sin embargo, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1:14). Cristo eligió encarnarse, sumergirse en nuestra experiencia humana con todas sus alegrías y dolores. Pensemos en cómo Jesús demostró el amor: no dio conferencias académicas sobre la compasión, sino que tocó a los leprosos; no filosofó sobre la generosidad, sino que multiplicó panes y peces; no teorizó sobre el perdón, sino que declaró «tus pecados son perdonados» a personas quebrantadas. Incluso en la cruz, su amor no se expresó con una explicación teológica de la expiación, sino con el acto supremo de entrega: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos» (Juan 15:13). Cristo no explicó el amor, lo vivió hasta las últimas consecuencias.
Te invito a reflexionar: ¿estás simplemente acumulando conocimiento sobre el amor de Dios o estás experimentándolo diariamente en tu vida? La diferencia es tan grande como leer sobre la miel o probarla directamente. La abundancia que Jesús ofrece —esa vida plena de la que habla en Juan 10:10— no es un concepto que podamos entender completamente con nuestras mentes, sino una realidad que debemos experimentar con todo nuestro ser. Cuando permitimos que el amor de Dios sea una experiencia diaria, no una lección dominical ocasional, nuestra fe cobra vida. Es como la diferencia entre estudiar un mapa o emprender el viaje; entre leer una receta o degustar el plato; entre analizar la partitura o dejarse envolver por la música.
La invitación de Santiago a ser «hacedores de la obra» nos desafía a transformar el conocimiento en experiencia. Cuando experimentamos el amor de Dios, no necesitamos largas explicaciones para convencer a otros de su realidad, pues nuestras vidas se convierten en testimonios vivientes. Como dijo San Francisco de Asís: «Predica el evangelio en todo momento, y si es necesario, usa palabras». El amor experimentado cambia nuestra perspectiva; ya no vemos las dificultades como obstáculos sino como oportunidades para profundizar nuestra confianza en Dios. Las verdades bíblicas dejan de ser conceptos abstractos y se transforman en realidades tangibles que sostienen nuestra vida. La bienaventuranza que Santiago promete no es para quienes entienden perfectamente el amor divino, sino para quienes lo viven activamente, permitiendo que transforme cada dimensión de su existencia.
Oremos juntos:
Padre Celestial, reconozco que muchas veces he intentado reducir tu amor a ideas y conceptos, contentándome con explicaciones en lugar de experiencias. Perdóname por las ocasiones en que he sido un simple «oidor» de tu Palabra sin permitir que transforme mi vida. Hoy te pido que me lleves más allá del conocimiento intelectual hacia una experiencia profunda de tu amor. Abre mis ojos para ver las innumerables maneras en que me amas diariamente. Abre mi corazón para recibir plenamente lo que ya has derramado. Que cada mañana experimente tu misericordia renovada y cada noche descanse en tu fidelidad inquebrantable. Dame la valentía para no solo conocer tu amor, sino para vivirlo, compartirlo y ser transformado por él. En el precioso nombre de Jesús, quien no me explicó tu amor sino que me lo demostró en la cruz. Amén.